A un año del temblor | Letras de Tania

El 19 de septiembre del año 2017 quedará marcado el resto de mi vida.

Hace un año traté de escribir lo que sentía al respecto de este tema. Uno de los productos de esas reflexiones fue mi publicación titulada "Tormentas internas", en donde desahogué mi frustración y mi angustia con las palabras que tenía a la mano. También escribí un poco al respecto de la forma en la que pude escapar un poco de la angustia en otras publicaciones que puedes leer AQUÍ

Escribí sobre la situación en general, pero nunca la forma en la que me tocó vivirla porque fue extraña, frustrante, y no me sentía lista para escribir al respecto. A un año de eso, siento que tengo que dejar esa memoria escrita en algún lado, antes de que se olvide.

Estaba sentada en mi estudio, corrigiendo el estilo de un texto que me habían encargado.
Tenía puesta música tenue para no distraerme mucho.

Todo era normal, como cualquier día.

Me dolía un poco la cabeza, y comencé a sentir un ligero mareo. No es cosa rara que me pase eso, pero el mareo no cesaba. Miré por el pasillo del patio hacia la calle, incrédula de que pudiera tratarse de un sismo porque la alerta no había sonado con sus cincuenta segundos de anticipación como ya nos tenía acostumbrados. Lo habíamos sentido así unos días antes, el siete de septiembre. 

Por eso, la espera de la maldita alarma hizo entrar en shock mi mente. No hubo aviso, y cuando la alarma llegó era muy tarde. Teníamos el temblor encima, y los libros que tenía cerca comenzaron a derrumbarse. Me puse de pie y me recargué entre uno de los libreros y la pared, donde me quedé paralizada.

No entiendo qué me pasó. Comencé a reaccionar porque ya había pasado de largo el movimiento y estaba en los brazos de mi pareja, que me abrazaba y hablaba con voz calmada para que pudiera concentrarme y dejar de hiperventilar. Tuvimos suerte, porque la zona de seguridad de nuestra casa está justamente en esa habitación en la que nos encontrábamos. 

Estábamos bien. Al final, sólo había sido el tremendo susto, 
o al menos, eso quisimos creer al principio. 

En cuando pasó, salimos a la calle y todo estaba en silencio, como si un vacío se hubiera comido a la ciudad entera. Había poca gente de pie, mirando alrededor desorientados, igual que nosotros, pero todo estaba en silencio. Un hombre joven pasó corriendo frente a nosotros, y desapareció en la siguiente cuadra. Habrá pasado al menos otro minuto más, antes de que se desatara el caos. 

Tenemos escuelas de nivel básico cerca. Alrededor, se arremolinaron vehículos que buscaban llegar a donde estaban sus hijos para recogerlos en medio de la desesperación. Vi pequeños niños de 4 años salir llorando de su escuela, tomados de la mano de sus mamás, ahogados en un pánico que todos teníamos. 

Cláxons. Gente. Gritos. ¡Abran las puertas! ¡Denme a mi hijo! Más claxons. El sonido lejano del radio de alguno de los automóviles informaba a la gente que se habían caído edificios. Gritos. Gente que no sabía para dónde ir. Buscamos a nuestros padres para saber si estaban bien, pero no había línea telefónica, ni luz. En cuanto volvió la luz y con ella el internet, nos enteramos de lo que había pasado en otras partes de la ciudad. Ahogué mi angustia, pensando en qué podía yo hacer para ayudar. 

La respuesta llegó solita, 
porque no era la única que la buscaba.

Los vecinos se organizaron para hacer acopio de recursos de la colonia, y los mandamos a zonas en las que fueran necesarios. Como hay gente que podía moverse, hicimos llegar de manera directa recursos a San Gregorio, que fue una de las zonas más afectadas de la Ciudad de México. Después, juntamos aún más cosas y fueron hasta Tlayacapan, en el Estado de Morelos, donde muchas casitas de adobe se habían derrumbado. En la parroquia de ese pueblo la gente estaba muy bien organizada. Tenían comunicación con los pueblos afectados más lejanos de las carreteras, como Tetela del Volcán, así que si uno de esos pueblos necesitaba cierto tipo de alimentos por no tener acceso a estufas, o lonas por no tener techo y encima padecer la lluvia y la caída de ceniza del volcán Popocatépetl, eso era exactamente lo que mandaban.  

Ha pasado un año desde aquella catástrofe, la más grande de aquellos que nacimos en los 90's. 
Nunca voy a olvidar ese día, ni lo importante que fue para todos hacer algo, por poquito que fuera, para ayudar a aquellas familias que no tuvieron tanta suerte como nosotros. 

Hace un año de todo eso. Un año. Un año que se sintió como un día el 19 de septiembre, cuando  volvió a sonar la alerta sísmica para llevar a cabo el macro simulacro y me quedé tiesa, congelada, e inútil, casi como en aquella ocasión. Si acaso, lo único distinto este año fue que ni siquiera pude mantenerme en pie cuando recordé lo mal que había estado todo el año pasado. Me temblaron las piernas, y se me doblaron. Terminé en el piso, viendo hacia arriba, respirando agitadamente pero a la vez más consciente de todo gracias al frío que me acariciaba la espalda. 

Calma. Por favor calma. No pasa nada. Fue sólo un simulacro. 

Después del temblor, todos estábamos muy afectados. Creo que entendí el verdadero significado de las palabras "estrés post traumático", y he vivido desde entonces con una angustia que nunca duerme.

Tal vez seguiré viviendo con ella el resto de mis días. 
Al menos, tengo la fortuna de vivir para poder contarlo. 

Somos la misma ciudad llena de gente que resiste; 
somos el mismo país, marcado cada día por distintas catástrofes; 
cada una deja su cicatriz, pero ninguna ha logrado arrancar sus raíces.
Un año ya. Un año. 


Tania S. 



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